Alexander Yakimovich - La Demiurgo

Al habitante de Moscú, urbe tan distante de la ciudad vizcaína con un nombre musical, Bilbao, la pintora María Alonso Páez puede parecer una desconocida lejana y misteriosa. Es difícil comprender desde lejos como ha crecido y se ha desarrollado este talento tan extraordinario. Los investigadores hace ya mucho que han escrito a qué edad y en qué circunstancias el joven Pablo Picasso cogió el lápiz y la pluma y comenzó a dibujar al toro y al torero. Pero los archivos de la cultura no nos dicen nada de cómo, dónde y con qué resultados ha venido al mundo del arte plástico esta pintora del País de los Vascos. Mientras tanto, la creadora de estos cuadros, que se encuentra, como es de pensar, en la plenitud de las fuerzas creadoras, es de incumbencia exclusiva de las huestes reporteriles, legionarios de la pluma que escriben sobre los pintores (incluida nuestra heroína) en forma ponderativa y poco concreta.

Pero hay una cosa que está clara de entrada casi a cada observador, y cada cual está dispuesto a hablar sobre este tema en cuanto vea los últimos lienzos creados por esta pintora de Bilbao. La serie de cuadros creados bajo el nombre genérico « El Caos » está consagrada al tema mitológico clave: la creación demiúrgica de la materia y de la aparición de una forma clara a partir de ciertas sustancias primitivas. La primera asociación que viene a la mente del espectador al ver los últimos cuadros de María Alonso Páez será lo más probable una asociación cosmológica.

Entre más de setenta cuadros de la serie lo primero que salta a la vista son las imágenes que de forma más viva recuerdan fotografías en colores de astrofísicos modernos que retratan galaxias modernas, la formación de supernovas y otras majestuosas catástrofes de zonas marginales del Universo. Podemos distinguir tantas constelaciones de astros nebulosidades y resplandecientes núcleos energéticos que parecen irradiar una potencia inimaginable.

A veces nos parece ver en los cuadros de María la extinción y congelación de la materia, la consumición de fuerzas, el debilitamiento de las radiaciones y el advenimiento de un oscuro período de la inmovilidad.

Así puede pensar que leer libros de ciencia ficción y ha visto películas que tratan de viajes espaciales. Pero otro espectador, que conoce mejor la biología moderna, podría cuestionar la hipótesis espacial. ¿Acaso no tenemos derecho a adivinar y distinguir en los cuadros de María Alonso Páez el nacimiento y el desarrollo de la vida, desarrollo milagroso de un organismo nuevo que surge de las estructuras moleculares que se encuentran a nivel pre celular?

En los cuadros de María Alonso Páez posiblemente no se trata sólo de la ontología. Se trata de la psicología. Esta es la posible hipótesis número tres. Podemos suponer que tenemos ante nuestros ojos la grabación de emociones y percepciones, aquí son repercusiones de la ternura y el frenesí, huellas de la silenciosa caricia maternal y golpes de las furias, aquí no se trata de cómo está arreglado nuestro mundo sino de qué elementos particulares bullen en el alma del propio demiurgo.

En realidad, el ahora previsto debate entre el astrofísico, el biólogo y el psicólogo, si es que ese debate haya ocurrido en realidad, sería bastante estéril. Las estructuras pintorescas que aparecen en los cuadros de María realmente corresponden a las típicas estructuras que conocemos en la astrofísica moderna, las nociones cosmológicas, la biología, la genética y la física fundamental teórica. Además, siempre vienen a la mente descripciones de los procesos de la subconsciencia. En estos cuadros giran nubes resplandecientes, palpitan coágulos de materia y energía, se observan radiaciones de ciertas partículas, se forman y vuelven a desintegrarse formaciones geltiniformes, albuminosas y coraliformes. Presenciamos las fuerzas represivas del orden y torrentes espontáneos de pasiones incontrolables que rompen todas las fronteras. Cualquiera que sea la interpretación que escojamos será exacta. Por eso no vamos a discutir y procederemos a intentar sintetizar nuestras analogías.

Los espectáculos fascinantes ejecutados con pincel y pulverizador al estilo de golpe recto o goteo indirecto tienen algo que ver con los procesos de nacimiento, desarrollo, evolución de la materia y la vida. Observamos el surgimiento de estructuras organizadas (sustancias, cuerpos y seres) a partir de una «cocción» primitiva de las partículas, moléculas, influencias de ondas y otras cosas que la ciencia estudia. La física del cosmos lejano describe estos procesos mediante sus fórmulas, mientras que la biología moderna lo hace con sus propias fórmulas. Los psicólogos tienen teorías propias acerca de la vida del alma. Pero los ojos del pintor ven el mundo íntegro. Los procesos que observamos en los cuadros de maría Alonso Páez nos hacen recordar el mito de la Creación, propio de todas las culturas humanas.

Esta es la razón por la cual toda analogía con las llamadas ciencias exactas de tipo moderno puede ser justa sólo hasta cierto punto. Los más exactos resultan los mitos antiguos y nuevos de la creación del mundo.

El Libro bíblico del Génesis, este libro sagrado de los judíos, los cristianos y los musulmanes, la historia del establecimiento del orden en oposición al caos se narra bien concreta y sistemáticamente. Al principio el Creador separa la luz de la oscuridad, luego la tierra firme del mar, etcétera, y así sucesivamente, hasta crear seres vivos y elaborar el proyecto de un ser asombroso y problemático, más bien un ser dual, es decir, el hombre y la mujer. (Este acto demiúrgico le causó después al Creador muchos problemas y disgustos).

En la tradición griega el texto que describe la Creación se llama «Génesis».

Del caos primario a la materia formada y de aquí a los seres vivos, y al fin y al cabo, el género humano creado a imagen y semejanza del Creador, se manifiesta, no obstante, muy dócil. Sin embargo, es poco probable que semejante organización lineal del mundo bíblico sea característica de la serie pictórica «El Caos». Es sabido que la lógica lineal es más bien un atributo de la mentalidad masculina, mientras que el alma femenina exige trayectorias más complicadas y paradójicas. Esto es lo que justamente observamos en este caso. Siguiendo la secuencia de los cuadros de María Alonso Páez, el observador siente durante mucho tiempo que no lo llevan de la mano hacia algún objetivo sino que le dan la posibilidad de moverse, siguiendo trayectorias complejas, y a veces de errar por los laberintos, quedando perplejo a propósito de hasta dónde hemos llegado y qué camino tenemos que recorrer. Estas rutas complicadas merecen mucho ser recorridas pues a cada paso surgen sorpresas, cosas inesperadas y fenómenos inesperados de cierta realidad celestial, y a veces te sientes como en los jardines de la Alhambra, en Granada.

En algunos momentos de nuestro recorrer por los cuados de la serie «El Caos» surge la sensación de que todo está en orden, y nos viene en gana pensar que hemos comprendido de qué se trata en las obras de la pintora española.

Por lo menos, podemos adivinar dónde está aquí la parte superior y dónde la parte inferior, cómo funciona el centro de la fuerza y cómo responde la periferia. Como si ya comenzaran a perfilarse una estrella nacida a raíz de la explosión, la galaxia que se forma de polvo y el organismo que nace de un óvulo fecundado. Pero María no le permitirá al espectador quedar satisfecho con lo logrado. Apenas comenzamos a afirmarnos en nuestras conjeturas acerca de la posibilidad de la creación del orden y la estructura, acto seguido caemos de nuevo en el torbellino espacial o en un flujo de protoplasma no desintegrado o en otros estados de la sustancia, viéndonos obligados a observar de nuevo resplandores y penetración de las partículas, la lucha de substancias líquidas o de su derrame en un ambiente neutral, en una palabra, los diversos procesos de desarrollo, formación y lucha entre las fuerzas.

«El Poema de la Creación» comienza con el cuadro que parece no tener absolutamente nada en común con que podamos poner nuestra mirada. Como primer número va un cuadro que no tiene ni centro ni bordes ni un determinado movimiento ni simetría, nada, a excepción de una pulsación fascinante de nebulosidades de color crema que se mezclan perezosamente en el formato cuadrado estático. Sólo por alusión surge desde dentro una borrosa gota rojo-oscura que parece huella de una baya aplastada o algún germen, desconocido para la ciencia, de futuros procesos de desarrollo. Es el preludio. Más adelante los acontecimientos se desarrollan bastante tempestuosamente.

En el cuadro número dos comienza el nacimiento del mundo. Sobre un fondo plateado azulado se forman dos núcleos: uno oscuro y otro naranja rojizo, y dentro de cada uno giran torbellinos. En otro lienzo vemos ya un sistema unicéntrico, una madeja de materia oscura dentro del que se desarrolla algo parecido a la yema de huevo. Parecería que la evolución ha comenzado y el camino está marcado.

Pero este camino es tortuoso y multilineal. Ya el cuadro siguiente de la serie, el número cuatro, representa de nuevo desdoblamientos de los núcleos de la vida, y nunca vas a adivinar de antemano cómo será el destino de las dos mitades: o tienen que formar una unión nueva o bien comenzará otra división.

Observamos cómo en el cuadro siguiente la nube oscura con la yema de huevo en el centro comienza a disputar la primacía, y una formación verdosa más desvaída cede el lugar, se ve desalojada del centro a la periferia. Tenemos por delante una historia larga y enrevesada, tejida de peripecias sutiles.

¿Quién podría pensar que los cuadros no figurativos, unidos en una suite única y extensa, pueden «narrar historias», exponer enredadas tramas dramáticas, asombrar y desconcertar al espectador con intrigas propias de las piezas de Shakespeare o Calderón? Pero esto es lo que justamente ocurre ante los ojos de un espectador asombrado y hechizado.

La materia oscura con su núcleo resplandeciente en el lienzo siguiente vence el ligero y transparente coágulo de las fuerzas en el lienzo siguiente, pero se trata seguramente de victoria pírrica: los músculos azul oscuro de un ser casi ya nacido (o, posiblemente, de una joven galaxia) a ojos vistas se hacen flácidos, se arrugan y aplastan, y el «corazón» otrora caliente se enfría, se descompone en chispas separadas y casi se apaga.

Sin embargo, estas peripecias no agotan ni remotamente el contenido del «primer acto» del admirable drama visual.

Aquí hay continuación de este tipo u otro. Al pasar al lienzo siguiente de la serie (será el cuadro número siete), descubrimos que el antiguo personaje principal (es decir, la mancha negra del centro con un fondo plateado) no está en situación desesperada. Comienza a cobrar fuerza, sus «músculos» casi en relieve se ponen redondos, mientras que de los «cuerpos» que se forman delante de nuestros ojos, comienzan a desgajarse, como bajo el efecto del empuje interno, trozos de su «piel» necrosificada y oscura; impresiona especialmente el hecho de que dentro de un coágulo que hace poco era disforme aparecen formaciones rosáceas y amarillentas que recuerdan los órganos del cuerpo humano.

Presenciamos un comienzo nuevo, embrión de una vida nueva. Pronto va a nacer un «ser» nuevo. Las duras pruebas han quedado atrás. Ya lo creemos porque la evidencia del lienzo es irrefutable. No sabemos si se prolonga mucho este triunfo y si es larga o no la línea de la vida nueva.

Durante algún tiempo el destino del nuevo «ser» enérgico y viable parece afortunado. En el cuadro número diez encontramos un «ser» que se desarrolla cada vez más y toma forma, incluso es parecido a alguien que conocemos de los libros de texto que tratan de la historia de la vida en el planeta Tierra. Esta configuración asemeja más que nada el embrión de un animal vertebrado que se ha arrollado en espera de que le crezcan extremidades. El «Embrión» se hace caliente, se colora de rojo, como si dentro de él ya comenzara a circular la sangre, y en la superficie pudieran verse «nervios» y «papilas» de la piel viva.

Lo que pasa en adelante es difícil describir con palabras, y más difícil aun interpretar. El estado central tranquilo del «embrión» desaparece sin dejar huella. En el decimosexto cuadro el espectador observa con inquietud como casi toda la superficie del lienzo se cubre de formas que bullen y se arrojan al mundo. Ya estamos por reconocer cerca del borde superior ligamentos de huesos y cartílagos, o quizás, veamos cierta semejanza con la columna vertebral.

Por otro lado, abajo se quedan materias mucosas, o, posiblemente, secundinas. ¿Acaso no presenciamos el nacimiento y la salida al mundo abierto y peligroso después de la permanencia en el seno del universo madre u otra madre cualquiera? Si es nacimiento, es evidente que no es sosegado. El nacimiento significa el trauma y el choque.

El peligro, la tragedia y el horror acechan a cualquiera cuyo destino es salir de la existencia y pretender existir.

El cuadro número diecisiete es casi una explosión en que «olas» plateadas, amarillentas y azules divergen del centro, y ese algo oscuro que queda por medio, pierde un pedazo que parece una pierna, luego otro pedazo semejante a un gran pedazo de piel arrancado del cuerpo vivo. Veamos que ha ocurrido aquí. A diferencia de una pieza de teatro, no sabemos el nombre y no vemos la cara de la víctima, pero no hay duda de que ocurre algo terrible. Para que no dudemos de esto, María Alonso Páez ofrece en su decimoctavo cuadro un espectáculo casi apocalíptico: en un «cielo» convencional corre algo como remolinos de derecha a izquierda, torrentes negros que adquieren la forma de carnívoras fauces de dragón, y de arriba abajo y hacia ambos lados se dispersan pequeñas gotas negras, envueltas en un velo de fuego o de sangre.

En general, adivinamos qué es lo que ha ocurrido en el cosmos de María Alonso Páez: es la historia de la evolución de cualesquiera substancias y seres, siendo de notar que, a fin de cuentas, la evolución en toda su extensión enorme siempre es lineal, los períodos de la vida y del éxito de determinadas creaciones en ella ceden lugar a catástrofes ya la destrucción de potrudos y favorecidos de la suerte de antaño. Además, nunca ocurre nada definitivo. Siempre es posible que llegue otro comienzo, pero una tragedia siguiente nunca se hará esperar.

El cuadro siguiente, número diecinueve de la serie «El Caos» es sumamente misterioso. Ya no hay nadie en el centro de la composición, a excepción de algo que parece manchas de «sangre» que navegan al lado derecho en el espacio o, quizás, restos de piel arrancada. Casi todo el espacio restante lo ocupa otra forma de vida, o posiblemente, «nebulosidad» espacial. Aquí convendría más bien hablar de la biología, pues la sustancia gelatinosa forma en este caso ciertos «tubos» semitransparentes y vivos que se encorvan y se agitan en un medio acuoso.

Más adelante nos espera otra sorpresa y cambio completo de personajes. No queda ninguna huella ni del primer personaje que ha caído víctima de las fuerzas despiadadas ni del «protomolusco» semilíquido que ha emergido al mundo y venido a sustituir a aquél. En el vigésimo cuadro vuelan en desorden contra un fondo blanco fragmentos negros y planos, como si fueran restos de la materia quemada y destruida, carentes de toda vida e incapaces de sufrir ninguna evolución. El estado anterior del mundo ha terminado. Pero otro estado distinto igualmente es posible.

El número veintiuno de la suite «El Caos» evidencia el cambio sistémico de los principios de esta evolución. Ahora en el centro no ocurre nada que merezca atención: sólo una zona con fondo grisáceo pasivo por el que pasan ciertos «puntos» y «comas» abigarrados. La vida, el desarrollo y la energía se hallan concentrados a lo largo del perímetro del rectángulo. Allí se entretejen unos con otras ciertas clases de lianas, formaciones cartilaginosas, tejidos musculares que se contraen, se ponen tensas, se encogen, ya porque ayudándose unos a otros a afirmarse en la vida, ya porque batiéndose a muerte.

¡Ah, viejo Pedro Calderón! ¡Ojalá pudiera ver las asombrosas vueltas de este nuevo drama!

Pensábamos que el primer personaje de la «narración» ha caído muerto en una catástrofe, ha desaparecido de la escena, liberado su sitio en el centro y quedado callado por mucho tiempo. Pero en el cuadro veintidós vuelve a aparecer, como cierto «deus ex machina», en el lugar que le corresponde: en el centro del «escenario» rectangular.

La oscura formación nebulosa aún no está articulada, pero ya notamos «brasas» doradas en su profundidad, mientras que alrededor del «personaje» que viene de la inexistencia notamos ciertos racimos rojizos que brotan a través de la llovizna plateada del cosmos eterno y frío.

Más adelante, la acción pasará del éxito al fracaso, de la vida a la muerte, del florecimiento a la catástrofe. En el cuadro número veintitrés nuestro héroe vuelve a perecer porque se le viene encima una mística nube violeta oscuro que evidentemente posee fuerza predominante. El lienzo siguiente representa de nuevo cierta semejanza con un campo de batalla después de la lucha: despedazados «jirones» de vestimentas oscuras, chorreaduras sucias y ni aún el más leve barrunto de organización, movimiento o perspectiva. El número veinticuatro representa uno de los cuadros más dramáticos de toda la serie, ya que aquí se trata del cese de la vida y a ausencia de toda esperanza.

En todo caso, una de las espiras de la evolución está rota y no puede desarrollarse más.

Pero la serie «El Caos» no acaba aquí. El número veinticinco es uno de los cuadros más enérgico y explosivo de toda la serie. En medio de unas masas negras y azules se enciende e inflama un núcleo deslumbrador pulsante de luz. Ese núcleo despide destellos dorados y rojizos hacia los macizos de materia muerta que lo rodea, y entre estos fucilazos de luz hasta se puede discernir contornos de caras humanas. ¿O, quizás, esto sólo le parece al espectador que se halla en espera de un milagro?

Más adelante la historia de la creación narrada por el artista se hace aún más complicada, se divide en varias líneas que ya no llevan a ninguna parte, ya se entretejen con otras líneas. Se hace cada vez más difícil narrar el argumento de este drama mundial, pero no hace falta hacerlo con lujo de detalles. La exposición verbal de obras de arte es en general un asunto dudoso, siendo las más veces decididamente imposible seguir la narración es una serie de cuadros no figurativos. Detengámonos, pues, en algunos puntos concretos de la evolución mitológica plasmada en la obra de María Alonso Páez.

La pintora sale por algún tiempo junto con nosotros, espectadores, para emprender un viaje imprevisto. Algunos lienzos están dedicados a asombrosos e inesperados viajes espaciales (o, quizás, viajes por lo biológico o psicológico).

Descubrimos el mundo de los arabescos refinados (cuadro número 26), el mundo de la luminiscencia dorada que anuncia el nacimiento de una vida nueva. En el cuadro número 29 regresamos al planeta Tierra. El lienzo narra con franqueza absoluta sobre la concepción biológica. Vemos un semitransparente grumo de protoplasma que nada en los espacios azulados y despide chispas plateadas, mientras que a su alrededor corren por órbitas circulares portadores enérgicos de la vida que en realidad son pedazos de pintura exprimidos del tubo.

La creación bulle en el crisol del universo, y no se ve el fin ni de los nacimientos ni de las muertes ni de las esperanzas ni de las amenazas. La pintora por primera vez pone un acento fuerte en este punto demiúrgico del drama y declara en términos muy claros que en el caos infinito de la creación hay un principio organizador que, probablemente, asegurará en el futuro una salida del laberinto, la superación del caos y el tránsito a un nuevo nivel de vida del universo, la vida orgánica y cordial. En el cuadro que figura bajo el número treinta por primera vez se perfila inequívocamente una cara humana.

Esto es aún más bien una alusión que un retrato. Sólo los ojos se notan distintamente en una gran imagen oval, mientras que la configuración de la nariz y la boca sólo pueden adivinarse. Con y todo eso, la alusión es evidente.

Una forma humana, el rostro del creador y demiurgo se perfilan entre las sustancias en eterno movimiento. Mas no podemos saber nada concreto sobre este ser superior del universo de María Alonso Páez. A lo mejor, el devenir posterior del drama mundial hará su papel más claro.

Además, su semblante del Creador divino, o, posiblemente, el de la Madre universal desaparecen por algún tiempo de la narración sobre la creación. Sin embargo, su presencia ya está marcada, y se dejará de sentir de un modo u otro. El cuadro treinta y uno nos va a dejar ver por primera vez el contorno de una figura geométrica que se semeja un rectángulo sin acabar entre sustancias y sus fragmentos que corren libremente, echan a volar y se dispersan.

De este modo, en el mundo del caos comienza a obrar una fuerza nueva, aparece una Mano que dibuja de acuerdo a las leyes de la geometría, en vez de por capricho de un caso fortuito y leyes de la estadística.

La matemática, la simetría, la idea del orden y racionalidad han venido al mundo. El caos sigue dominando, engendrando ya visiones hermosas, ya fantasías tenebrosas, ya esperanzas buenas y cataclismos terribles. Pero el primer esbozo geométrico fue profético. Ahora hasta cuadros bastante caóticos se dotan de atributos propios de estructuras matemáticamente correctas. Por ejemplo, los cuadros número treinta y dos y treinta y tres adquieren ciertas estructuras evidentemente poco casuales, que se estiran a lo largo de los bordes y trazan una especia de «marcos». La mano del Creador o más bien la de la Madre Creadora no obra irreflexivamente sino está orientada hacia un fin concreto, teniendo una idea clara de qué es el centro y qué son los bordes y qué el sector rectangular correcto, singularizado en el espacio mundial infinito y carente de estructura.

La presencia de un principio que obra con sistema y razona racionalmente no siempre resulta evidente, siendo imposible, por ende, decir que el caos ha retrocedido ante la ley de la norma y el orden. Pero la tendencia es clara y la ley, incuestionable.

El espectador no se asombra cuando en el cuadro número cuarenta y uno vuelve a ver un rostro que parece humano. Entre los huracanes espaciales resaltan, a decir verdad, solamente un ojo, una parte de la mejilla y la frente, pero esta alusión a la presencia del Alma creadora del universo es ya más concreta que en el primer esbozo del rostro humano que hemos visto antes. Nos convencemos cada vez más de que es justamente la Madre antes que el Padre quien está dotada de fuerza creadora porque la piel tierna y el ojo soñador bajo la ceja suavemente encorvada pertenece seguramente a una mujer que nos mira de manera que nos miraban nuestras jóvenes madres cuando éramos niños.

Así comprendemos con bastante seguridad el principio, la ley rectora de la evolución, en base a la que se estructura el universo de María Alonso Páez. Ella no representa el caos con que acabó decidida y ordenadamente Dios hombre en la narración bíblica, sino un caos distinto, casi indestructible y que eternamente da señales de vida. O, quizás, el demiurgo femenino no arde en deseos de acabar lo más pronto posible con este caos. La demiúrgica María literalmente se baña en turbulencias y caóticos torbellino, explosiones y en zambullimientos de flujos cromáticos, chispas y salpicaduras. Y no tiene prisa para avanzar directamente hacia el objetivo y hacia la creación del ser humano. Parece más bien que le complace dar vida a nuevas y nuevas colisiones, combinaciones de formas, acordes cromáticos que posiblemente no lleven a ningún resultado perdurable. Más, con todo y eso, este cosmos maternal no es absolutamente pre racional ni anti racional. La fuerza creadora de la Madre maneja también las leyes matemáticas que son instrumentos racionales.

Pero ella obra de manera más compleja y es más imprevisible que el Padre.

Si la serie «El Caos» hubiera sido creada por un demiurgo hombre, el resultado sería seguramente otro. El hombre suele avanzar hacia su objetivo siguiendo camino recto y va a paso mesurado. El éxtasis demiúrgica femenina está libre de aspiraciones a llegar a una decisión definitiva e irrevocable. Otra vez observamos cómo la autora está dando vueltas ilógicas y como casuales a la trama cromo plástica. Otra y otra vez giran pedazos firmes en las líquidas chorreaduras de tinte, volviendo a mezclarse uno con otro los resplandecientes tonos calientes e impermeables. La historia de la creación es un laberinto con muchas entradas y muchas rutas posibles, pero no hay ni puede haber una vía única y obligatoria que conduzca al objetivo. Tenemos ante nosotros una teoría no lineal del universo, traducida evidentemente a la lengua de las formas o, si les parece, la mitología sinérgica del siglo veintiuno.

Si esto es cierto, entonces la estructura de la propia serie también debería ser no lineal. Acabamos de intentar leer una narración sobre los destinos de los «personajes», estas manchas, fragmentos, sustancias semilíquidas y nebulosidades, en un orden en que los lienzos están dispuestos por la propia pintora. Pero el principio de linealidad no nos permite decir que lo miremos así y no de otra manera. El caso es que se puede mirar de otro modo. Es posible mirar desde el medio o mirar a discreción. Si nos imaginamos que hemos barajado los lienzos como si éstos fueran un mazo de naipes, y todos ellos obedecen ahora a otra secuencia, el resultado será hasta cierto punto igual que el que observamos ahora.

Veremos de nuevo cómo cambia la escena, cómo los personajes desalojan unos a otros, cómo sobrevienen cataclismos devastadores después de que quede solamente una superficie carbonizada y una Nada blanca. Pero esto será así sólo hasta cierto punto. Vimos que la serie tiene principio, y más tarde veremos que tiene también un fin lógico y patético.

Antes de intentar leer hasta el fin la «narración sobre la creación» hace falta pensar en el lugar histórico de esta obra de arte. El arte nuevo de la pintora de Bilbao nos aparece como continuación de la historia del modernismo, por una parte, y como tentativa de su transformación definitiva, por otra.

El arte abstracto del siglo veinte en cuyo seno ha emergido la nueva pintura de María Alonso Páez, estaba orientado en buena medida y muy a menudo hacia el Mito de la Creación. Esta pintura era totalmente extra confesional, sin ilustrar ningún dogma eclesiástico, pero era religiosa en cierto sentido. Más exactamente, sacral. Pero sólo en el sentido lato de la palabra.

Hace cien años Wassily Kandinsky trató de comunicar heroicamente en su arte expresivo y abstracto el Mito de la Creación del Mundo con simples movimientos de la mano a través de elementales formas de conciencia, además siempre se detenía en el umbral del orden humanizado y retrocedía al estado de caos cósmico pre humano. De modo igualmente heroico procedía su contemporáneo menor Kazimir Malevich que se propuso anular la realidad visible y ofrecer una forma primitiva y «estado cero de visualidad» en su famoso «Cuadrado Negro». Es decir, quería imaginarse el estado inicial, los últimos instantes de la preexistencia antes de la Gran Explosión.

De este modo, pintores rusos estaban en los orígenes de la nueva abstracción demiúrgica cuya caudalosa corriente quedó dividida en el decursar del siglo XX en dos brazos. Los pintores europeos, a través de las obras de Nicolás de Stael y Pierre Soulage, proponían un gusto fino y cultura alta de la estructuración de las formas, mientras que el expresionismo abstracto americano descubrió las posibilidades de acción directa, valentía temeraria y sincera energía americana. Los «bisontes» de la abstracción de allende el Atlántico como Jackson Pollock pasaron a formar una parte del neo modernismo, mientras que los refinados maestros de Francia estaban en otro polo.

Durante los últimos cuarenta años los artistas de Occidente han intentado hora tender un puente entre estos dos extremos, hora quitar las contraindicaciones o «descubrir de nuevo el arte plástico». Rusia, que a duras penas sale de las trampas en que se ha visto en su devenir histórico, se incorpora a estas difíciles búsquedas relativamente tarde pero de modo bastante convincente. La demiúrgia abstracta de las formas se hace popular en Moscú y San Petersburgo. A principios del siglo XXI la serie «El Caos», creado por la pintora de Bilbao, parece totalmente orgánico dentro del panorama de exposiciones que se celebran en Rusia.

Si seguimos hablando sobre la actitud de la pintora hacia la historia, tenemos que mencionar este otro momento importante. María Alonso Páez comienza a pintar lienzos espontáneos e irracionales ya después de que el arte no figurativo ha pasado a través de la seducción postmodernista, o sea, se ha hecho refinadamente conceptual.

Recordamos los descubrimientos artísticos del alemán Gerhard Richter y del español Antoni Tapies. Allí se trata de cómo hacer «la pintura no pictórica», de cómo convertir la superficie pictórica en problema y fuente de reflexiones para el espectador. ¿Es una obra de arte o no es obra de arte? ¿Está representado algo allí o las huellas dela mano del pintor tienen valor en sí y no necesitan un principio mimético? ¿Qué tal si intentamos unir con la pintura cosas que hemos encontrado en un basurero o estereotipos de los medios de comunicación de masas (por decirlo así, residuos encontrados en el basurero virtual)? Hubo época en que la pintura y poner en tela de juicio las posibilidades que ésta tiene en nuestros tiempos confusos, mientras que un comentario directo y emocional, una exclamación espontánea o efusión lírica se han visto relegadas al segundo plano. Pero esta situación no podía durar mucho tiempo.

María Alonso Páez pertenece a un nuevo tipo de maestros de España e Italia, Inglaterra y Rusia, que han acabado por dejar de creer al fin y al cabo en ejercicios conceptuales con relación al arte pictórico o escultórico. No se podía fingir durante mucho tiempo que no es obligatorio que la pintura tenga pintura misma, es decir, un arte que directamente ejerce un efecto sobre nuestros sentimientos y nuestra subconsciencia. ¿Vale la pena pintar cuadros hermosos y, al mismo tiempo, inducir al público a dudar de la posibilidad de pintarlos? ¿Qué tal si le planteamos al arte problemas más directos y fundamentales?

Las artes plásticas en general han comenzado a rejuvenecer con el advenimiento del nuevo siglo XXI, y no en el sentido de la edad de sus creadores, sino en otro sentido. La ingenua rectitud de la efusión vuelve a hacerse atractiva.

Ya estamos cansados de ideologías, confesiones, concepciones. También ha pedido el sentido una multitud de «ismos». Traten de contestar a la pregunta de qué estilo vendrá a sustituir el postmodernismo. Ha llegado la hora de acabar con todo eso, deciden para sí dotados pintores, grabadores y escultores en distintas partes del planeta.

Lo que sí apetece es dejar en un lienzo o sobre el muro, en el metal, piedra, plástico o sobre el papel no tanto un testimonio de una elevada cultura (que siempre indaga, experimenta, duda y plantea cuestiones) como la voz misma de la vida, una huella evidente de la biografía y una impronta de movimientos del alma. Este es, quizás, uno de los resultados de que las grandes teorías, porque concepciones imperativas han quebrado, mientras que las seculares guerras entre los idealistas y materialistas, entre la derecha y la izquierda y entre otros portadores de verdades absolutas ha llegado a la posición de tablas.

Además, en el arte moderno difícilmente hay quienes piensen renunciar al mito y al creacionismo artístico.

Tal como vimos, en su última serie de cuadros María Alonso Páez rinde tributo de respeto a las tradiciones del mito demiúrgico, pero atribuye a este mito nuevos perfiles. Lo hace «femenino», indisciplinado y lleno de casualidades fructíferas. María Alonso Páez nos libra de la inteligente inclinación masculina a la lógica total del hemisferio izquierdo y enseña a apreciar inesperados saltos de fantasía e imprevisibles giros que pueda tomar la trama. Es, quizás, la naturaleza femenina de la pintora lo que determina su impulsividad.

Dios era mujer, y la creación en realidad no es de incumbencia masculina. Esta es, como es sabido, una de las consignas del feminismo radical (y motivo para diversos comentarios irónicos a este propósito). A todo radicalismo le falta sabiduría. María Alonso Páez, no obstante, percibe con su mente o su sentido que el cosmos de la mujer no es el cosmos del caos total. Se ha dicho más arriba que se podría transponer los cuadros de la serie «El Caos», pero el mensaje de principio de la pintora quedaría el mismo, a saber: presentaría la imagen del caos. Pero en dicha serie hay salida del laberinto y de la caótica evolución multilineal que lleva a la tierra de nadie. Por caprichosos que sean los giros de los acontecimientos, por más dramáticas que sean las peripecias del nacimiento, la vida y la muerte de las manchas, superficies, flujos y fragmentos, este proceso sí tiene objetivo final o fin, y en su curso un papel matemático (más exactamente, geométrico) lo desempeña el comienzo. Descubrimos con asombro en el penúltimo cuadro de la serie cómo entre la niebla de las sustancias no organizadas se perfila totalmente reconocible una especia de esculpida cabeza de hombre. El último lienzo, el número setenta y dos, está dedicado a la mujer cuyo rostro sirve de firma de la pintora al pie de su obra acabada.

Después de que nuestro público vea y comprenda el contenido de la serie «El Caos», nuestra visitante del lejano Bilbao ya no parecerá en Moscú una extranjera. En otras capitales de artes también será acogida como suya. Ella debía haber aparecido aquí. Sus cuadros son, tal vez, más emocionales y agudos que las obras de la mayoría de los pintores rusos, siendo de notar que ideas monumentales de alcance universal como las de la serie «El Caos», a nuestros pintores de momento les vienen muy anchas. Pero la pasión misma por amasar la pintura y quedar inmóvil, sintiéndose feliz ante el fantasmagórico aspecto, atacar con furia los lienzos o quedar inmóvil en duermevela imaginativo, comunicar diversos estados de la materia y movimientos diferentes de la mentalidad, sin imponerle a nadie su verdad y su «doctrina», constituye un fenómeno nuevo y agradable. El arte pictórico como confesión directa y sencilla, franca e inspirada sobre las cosas más principales de nuestro conocimiento, nuestra cultura y nuestra vida solo que anuncia su advenimiento tanto en la costa del Atlántico como en las llanuras de Rusia Central.

Alexander Yakimovich,

Doctor en Artes,

Miembro correspondiente de la Academia de Artes de Rusia

Director de la revista «Sobranie» («Colección»)